Reproducimos el prólogo de D. Íñigo Coello de Portugal Martínez del Peral para la edición de Romana Editorial de la LEY CONCURSAL (Madrid, 2013), financiada por la sociedad profesional “Red Concursal, S.L.P.”
Es este un pequeño libro preparado por administradores concursales cuya única intención es aportar a quienes tienen relación con los procesos concursales la legislación actualizada. Se irá renovando en sucesivas ediciones, según se vayan produciendo los vaivenes legislativos en esta materia.
La condición de administrador concursal, unida a la antigüedad en el oficio de abogado, otorga cierta autoridad para señalar, en un breve prólogo, algunos de los defectos de la legislación concursal.
El primero es que nadie sabe muy bien cuál es la ley concursal aplicable. Conviene explicarse: Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, sólo hay una. Pero en realidad hay 16 leyes concursales, porque ha sido reformada 15 veces entre 2003 y 2013. Más de una vez por año. Esto genera problemas de derecho transitorio más que significativos y por tanto una enormidad de incidentes. La ley se aprobó para remediar el supuesto caos de la Ley Cambó, de 26 de julio de 1922, de suspensión de pagos, y sus relaciones con los dos Códigos de Comercio (el de 1829 y el vigente de 1885) pero las reformas han creado otras perplejidades analogables. Hemos cambiado la dispersión espacial de los textos legislativos por la dispersión temporal de principios y leyes aplicables, que es mucho más grave. Con tanto cambio que ya nadie sabe cuáles son los principios de la legislación concursal. Casi en ningún ámbito. Podría decirse, con la experiencia actual, que la exposición de motivos de la ley es bastante cínica. O, si se quiere, que ya no vale para nada, porque los principios son en realidad otros.
La ley –se supone− ha sido continuamente “adaptada a la realidad” por medio de sucesivas reformas. No ha sido así. A lo que se ha adaptado ha sido a las necesidades de la Hacienda Pública. Si en origen, aunque la exposición de motivos de la ley no lo dijera expresamente, la reforma buscaba que el acreedor no pagara impuestos dos veces (una por su actividad y otra por verse postergado a la Hacienda Pública a la hora de cobrar en el concurso), este principio es ahora irreconocible en la ley: la legislación concursal vigente tiene como objetivo declarado conceder a la Hacienda Pública un privilegio general, sin límite de tiempo, en el que ella misma califica la deuda.
Sobre los privilegios de las entidades de crédito no hay nada que añadir a lo que ya dice la ley desde su origen: “Naturalmente, los créditos con garantía real gozan en el concurso de privilegio especial y el convenio sólo les afectará si su titular firma la propuesta, vota a su favor o se adhiere a ella o al convenio aprobado”. Nunca he entendido lo de “naturalmente”. El principal obstáculo con el que se encuentra cualquier empresa concursada para no acabar en la liquidación son las garantías hipotecarias. Resulta así que cuando la misma exposición de motivos dice que “la ley procura la conservación de las empresas o unidades productivas de bienes o servicios integradas en la masa, mediante su enajenación como un todo, salvo que resulte más conveniente a los intereses del concurso su división o la realización aislada de todos o alguno de sus elementos componentes, con preferencia a las soluciones que garanticen la continuidad de la empresa”, desde el primer día esta cuestión no es verdad. Son multitud las empresas que han sido liquidadas por causa de este privilegio, que permite cobrar sólo a un acreedor: el privilegiado. Y esto para nada, o para poco, porque muchas veces la venta en pública subasta no satisface ni siquiera las propias expectativas de la entidad ejecutante. Resulta duro para el oído leer en la misma exposición de motivos que “se ha procurado así permitir planteamientos realistas, que sin menoscabar la naturaleza de estos derechos ni perturbar el mercado del crédito, muy sensible a la protección de las garantías en caso de insolvencia del deudor, no impidan sino que hagan viables soluciones beneficiosas para los intereses del concurso”.
Es claro que son multitud las empresas que han acabado en la liquidación. De hecho, hoy día la LC no es mucho más, en la práctica, que una ley destinada a la liquidación ordenada de los activos que se pueden salvar de la quema bancaria y de la AEAT. Es falso lo que dice la LC en su exposición de motivos: “El convenio es la solución normal del concurso, que la ley fomenta con una serie de medidas, orientadas a alcanzar la satisfacción de los acreedores a través del acuerdo contenido en un negocio jurídico en el que la autonomía de la voluntad de las partes goza de una gran amplitud”. La solución normal del concurso, desde el punto de vista de la normalidad estadística tanto como de la normalidad jurídica, es la liquidación.
Mención aparte merece el concurso de personas físicas. Los redactores de la LC se jactaban de haber derogado el Código Civil y mejorado el sistema. Mejor hubiera sido que se quedaran quietos. Si es cierto que el 90% de los concursos acaban en liquidaciones, también lo es que lo mismo debería pasar con las personas físicas. Pero ¿se puede liquidar una persona física? Claramente no. Entonces ¿qué gana una persona física con el concurso? Los resultados financieros de los concursos promovidos por personas físicas son lamentables, porque la experiencia es que no resuelven nada. Más aún: el concurso de acreedores podría haber sido LA MEJOR arma para luchar contra la prepotencia bancaria en las ejecuciones hipotecarias abusivas, en las “preferentes” o en abusos parecidos, tan lamentablemente frecuentes, de entidades de crédito respecto de gentes con poca ciencia o poder adquisitivo. Porque mediante el concurso se hubiera paralizado la hipoteca y renegociado mucho mejor TODA la deuda, sin derecho de separación de la entidad de crédito respecto del concurso. Pero lo que se ha hecho ha sido todo lo contrario: despojar a los concursados de su verdadera capacidad de negociar, que consistía en la remisión de toda deuda que excediera de la aprobada en un convenio.
Dejaremos para otro día las valoraciones que procede hacer de la legislación específica para entidades de crédito y aseguradoras, nunca aplicada, cuando es así que es donde más debía haberse aplicado, que han dejado la LC en una ley para empresas productivas, porque el Poder ha decidido salvar a los mismos que habían causado el problema; la calificación y sus problemas, tanto sustantivos como procedimentales; la multiplicación de incidentes provocada por la ineficiencia de la ley; el monopolio jurisdiccional de los concursos por los Juzgados de lo Mercantil, que han bloqueado su funcionamiento para todo lo demás que es de su competencia y que de hecho han permitido generar “jurisprudencias locales” altamente indeseables; los sistemas de designación de la administración concursal; la superior retribución a la administración concursal cuando la empresa es liquidada que cuando es salvada de la quema, incentivándose así las liquidaciones y sus subproductos; la pésima categorización de la reintegración y la eliminación de la retroacción; la inexistencia de una lista más amplia de pautas objetivas para calificar el concurso voluntario o necesario, que debería copiar la del Código de Comercio de 1829; la prejudicialidad penal por insolvencia punible que de hecho ha desaparecido… Y tantos otros defectos que podrían apuntarse.
Porque este prólogo es sólo eso: un prólogo, la crónica de una frustración al ver cómo se multiplican los cursos y conferencias impartidos por quienes hacen una explicación literalista y miope de la LC cuando lo que ésta necesita es una valoración financiera de los pésimos resultados globales que ha producido para nuestra economía. Quiera Dios que andando el tiempo gentes con sentido común, sin voluntad de protagonismo y sobre todo con experiencia, y con visión financiera de cómo deben funcionar las leyes, pasen a ser los responsables del Ministerio de Justicia y se deje de parchear una ley que a día de hoy difícilmente responde a ningún diseño, y se ponga el foco de verdad en salvar el empleo y por tanto las empresas, de tal modo que los bancos y la AEAT sean, no los primeros, sino los últimos en cobrar, pues eran los que tenían más medios para reaccionar y no los han utilizado. Debe premiarse además la capitalización de las empresas concursadas facilitando mucho su fusión con otras o la entrada de dinero nuevo sin responsabilidad alguna por la deuda pasada. Sólo así, y con una ley que señale pautas objetivas para cada paso, convirtiendo a los jueces en quienes tienen de verdad una intervención mínima, se conseguirá la verdadera finalidad de un concurso: sobrevivir.